martes, 30 de agosto de 2011

El aniquilador de mis ilusiones

No se puede vivir sin esperanzas, sin ilusiones. Constituyen esa atadura invisible que nos aferra a la vida. Son el combustible que necesitamos para seguir adelante, el aire que respiramos. Ellas nos impulsan a alcanzar nuestras metas, nos guían, nos llevan dulcemente de la mano por esos insondables caminos de la vida, para que lleguemos con bien y seguros a nuestro objetivo.
Lo terrible, lo imperdonable de todo esto,  es que alguien rompa esas esperanzas e ilusiones sin que nada importe, permaneciendo indiferente mientras todo se derrumba. Tomando una actitud impávida, impertérrita, sin que el pulso se le altere mientras lo hace.
Y él lo hizo a conciencia y con toda intención. Tomó a mis ilusiones y mis esperanzas en la palma de su mano, las miró fijamente y después de algunos minutos de contemplarlas las destrozó sin miramientos, ni objeciones de su conciencia. No le importaron las consecuencias, ni el daño causado, permaneció allí incólume contemplando como todo se destruía a mi derredor.
Mi desilusión y desesperanza sólo es imputable a él. Esa  es su magnifica obra, su orgullo. Su obra, la que todo lo causa, hasta mi desvelo. Esa obra que es fruto  de su impericia, su desidia y su falta de habilidad. El es en sí mismo un mal experimento, una mezcla que conjuga y potencia lo peor de Atila y Bucéfalo. Ellos lo admirarían, y se sentirían opacados ante su presencia. Él es certero, peligroso. A su paso deja un tendal, donde el pisa no crece el pasto.
Y no solo mis ilusiones y mi esperanza rompió. También rompió mi alero, el vidrio de mi puerta, una rejillita, varias bombitas, y el techito de la llave que enciende la luz. Así es señoras y señores, mi gasista prometió, juró y perjuró sobre su matrícula que la inspección de MetroGAS, la que devolvería a mi vida el gaseoso elemento después de casi un año, vendría ayer. Y para hacer más creíble su promesa, hasta se aventuró a darme un horario, “después del medio día”. Ése era el  horario en el que se terminarían  mis penurias. Lo  atesoré  y repetí como una adolescente crédula, durante todo el fin de semana.
El lunes por la mañana me desperté exultante. Nuevamente el gas iba a volver a mi vida. El progreso, la modernidad y la comodidad volvían a morar en mi morada. Al fin, después de un año de cocinar con un anafe que me mató a patadas, después de un año de tomar duchas tibias y exiguas, el gas hacia su retorno como un hijo pródigo.
Esperé ansiosa la hora prometida, más media hora más, mas dos horas, que se hicieron cuatro, y nada. Confundida, y decepcionada tomé el teléfono, marqué su número y con voz emocionada pero firme le dije: “¿Hoy no tenía que venir el inspector de MetroGAS?”. Él contesto sin inmutarse: “No, me confundí, era mañana”…
Por eso, si alguna vez llaman a un matriculado que se llama Hugo, es canoso y vive en Flores, no lo contraten, y a la vez corran como el viento huyan por sus vidas. Porque les aseguro que les romperá mucho más que sus esperanzas e ilusiones.
Besooo

1 comentario:

  1. Marcela, creeme, a esta altura del partido, voy a festejar la llegada del gas a tu cocina como si fuera a mi cocina... Sufro por vos y pido por vos... Animo!!! No hay mal que dure 100 a#nos... (algunos duran 99, pero nunca 100)...
    Espero que tu próximo blog nos diga..."Tengo gas...!!!"
    Un gran beso
    Antonina

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